Lo crea o no, la mayoría de las veces que experimentamos ansiedad suele ser por cosas que no han ocurrido o acontecimientos que ni siquiera tienen por qué ocurrir. Precisamente, cuando nuestra conversación con nosotros mismos (nuestros pensamientos) va en esa dirección (futuro catastrófico-dramático) durante gran parte de nuestras vidas, podemos anunciar que hemos creado y consolidado un hábito mental enfermizo. Un proceso nada conveniente para nuestro equilibrio emocional. Además, esta costumbre engañosa proporciona las peculiares somatizaciones corporales consideradas síntomas de ansiedad. Entre algunas de las más conocidas se encuentran: respiración acelerada, presión en el pecho, nudo en la garganta, sudor, sofocos, palpitaciones, molestia y dolor intestinal, rigidez, insomnio, etc.
A pesar de todo, aunque no lo parezca, la ansiedad es algo bueno. Nos permite seguir adelante, mantenernos vivos; yo diría que gracias a ella sobrevive la especie humana. Una ansiedad aceptable o sana es aquella que hace que un atleta profesional dé lo mejor de sí en esa carrera. Un poco de ansiedad en un examen origina en nuestro cerebro más adrenalina, produciendo así un mejor funcionamiento de nuestra memoria a la hora de encontrar esa información concreta sobre lo estudiado.
La ansiedad sana conlleva precaución y vigilancia, nos protege de daños potenciales. Imagine por un momento que en su casa de repente aparece un enorme oso. Automáticamente, su cuerpo empezará a modificar su estado. Por ejemplo, su corazón empezará a bombear más sangre (palpitaciones); su respiración se agitará (hiperventilación) debido a que necesitamos el máximo de oxígeno para nuestros músculos, que rápidamente se han puesto en tensión (rigidez); probablemente sudemos; incluso puede que nuestro estómago se descomponga… porque nos preparamos para atacar o para huir.
Pero, qué ocurre cuando experimentamos estas sensaciones corporales y miramos a nuestro alrededor, y comprobamos que nada ha cambiado; todo el decorado sigue igual, no hay presencia del terrible oso, no hay nada que atente contra nuestra integridad física. Entonces, ¿quién crea la ansiedad? Usted mismo, la misma persona que la padece. ¿Cómo la crea? Con su conversación interna; o sea, sus pensamientos, y lo más frustrante de este razonamiento es cuando se llega a la conclusión correspondiente: “Yo creo mi ansiedad; por lo tanto, yo me hago daño a mí mismo… entonces, ¿esto, qué sentido tiene?”.
Volviendo al principio, y tal como mencioné en el encabezamiento, la mayoría de la gente que siente ansiedad normalmente es porque vive por delante del tiempo; se van al futuro. Suelen disponer de expresiones como: “Y si… pasa algo malo”, “y si… me quedo encerrada en el ascensor”, “y si… meto la pata o me quedo en blanco”, “y siii…”. Vamos a ver, pongamos por un momento los pies en el suelo, utilicemos el sentido común, percibamos los acontecimientos de manera que casen más con la realidad. Igual no podemos volver al pasado y decir “Diego” donde dije “digo”; tampoco podemos ir al futuro y vivir en el presente una catástrofe de la que no se puede demostrar de ninguna manera que ocurrirá. De hecho, a toda la gente que padece ansiedad anticipatoria se lo digo: “Si usted supiera lo que va a suceder… solamente con un par horas de antelación, usted sería multimillonario, de hecho, sabría los números de la Primitiva…
Este curioso argumento suele ser revelador para la gente que padece ansiedad, aunque no es factible de poner en práctica, por el momento. Su sentido del miedo a lo que pueda ocurrir puede trasladarse incluso a un futuro muy lejano: “Cuando tenga un hijo, no lo llevaré al parque porque puede raptarlo un pedófilo”, “si mi marido algún día se separa de mí, no podré soportarlo y sufriré el resto de mi vida”.
Volvamos a reflexionar, ¿Cuántas veces hemos pensado en cosas malas que luego no han ocurrido? Si realiza esta pregunta a alguien con este trastorno, le dirá que muchas, muchas, muchas. Pero lo más extraordinario de todo es que a estos sujetos les cuesta agarrarse a la experiencia, a la realidad, que es lo que realmente vale. Sin quererlo, eligen seguir en ese agobio latente de los “y si…”, a pesar de que la probabilidad de que ocurra la posible desgracia sea ínfima. “Y si me atropella un coche incluso yendo por la acera…”.
Considerando que, si ni siquiera puedo demostrar lo que ocurrirá en los próximos diez minutos, qué hago y qué gano pensando en posibles catástrofes futuras. Pues sí; queda claro que usted está perdiendo el tiempo, días y más días, el sueño, y además su cuerpo sin ser consciente de ello se desgasta por el sometimiento al estrés fisiológico que le producen sus creencias irracionales. ¿No sería más útil y realista plantearse ese diálogo interno al contrario? “Y si a mi hija en la adolescencia no le ocurre nada malo”, “y si no me quedo encerrada en el ascensor”, “y si apruebo el examen que me he requetepreparado”, “y si el tren no descarrila”.
Disfrute del presente todo lo que pueda y dispóngase también a pasarlo bien en el futuro, porque sólo estando bien en el presente podrá planificar el futuro de una manera más optimista y positiva. Tiene la capacidad de controlar en buena medida sus reacciones ante lo que suceda en el futuro, aunque sólo tenga un control limitado sobre los hechos que éste le depare, pero cuanto más insista en querer controlarlo, más probabilidad hay de que lo estropee todo.
Así que cuando esa trágica hipótesis mental ocurra, ya veremos, ya reaccionaremos como tengamos que reaccionar. De momento, mire a su alrededor; si todo sigue igual es porque esto es lo que realmente hay, lo que realmente existe, así que déjese llevar y viva en el presente… sí, en el presente eterno.
Siempre que le invada uno de esos pensamientos en relación con futuras posibles catástrofes (“y si…”) puede acordarse de ese sabio pensamiento de Mark Twain: “Mi vida ha estado llena de terribles desgracias, la mayoría de las cuales nunca ocurrieron”.