La epidemia de esta nueva forma de coronavirus llamada Covid19, incubada y desencadenada en China, todavía no sabemos exactamente cómo, en el otoño de 2019 y declarada pandémica por la OMS en febrero de 2020, ha dejado en la humanidad una huella imborrable. Sobre todo, en occidente, donde acostumbrábamos a encontrar la miseria casi siempre lejos de nuestras fronteras. Aunque en otras épocas fue infierno, tuvimos la suerte de nacer y vivir de este lado del paraíso.
Me produce vergüenza decir que padecí el Covid19, aunque fuese en la primera ola. Casi ni me enteré. Al contrario que a algunos de mis amigos que murieron o estuvieron a punto de hacerlo. Empecé a escribir esta sección en La Voz de Puertollano con el objetivo de compartir este caos inesperado, intentando, pero enseguida me quedé sin ideas, sin voz, sin argumentos, oscilando entre las informaciones confusas e interesadas que me iban llegando. Mi condición de médico, clínico y científico, así como de ciudadano comprometido, me tuvo enfrentado constantemente, en estos terribles meses, a las medidas de tintes totalitarios que se nos ha querido inocular: el miedo y la obediencia debida.
La prohibición institucional de ingresar a los mayores enfermos en cuidados intensivos, privándolos de la asistencia médica necesaria; aislándolos y separándolos de sus seres queridos en su indefectible camino hacia la muerte, o la obligación de una madre sana a parir su hijo con una máscara, son muestras del delirio inhumano al que hemos estado sometidos. Los responsables todavía siguen en paradero desconocido haciendo caso omiso de este presunto “genocidio”.
La diferencia, la duda y el conflicto siempre fueron motores de las sociedades democráticas. Sin embargo, cuando se pierde el rumbo activamos el espíritu totalitario que, dirigentes y ciudadanos, llevamos
«Se ha perdido la confianza en la ciencia cuando esta se manifiesta de manera independiente” Prof. Luc Montagnier
La prohibición institucional de ingresar a los mayores enfermos en cuidados intensivos, privándolos de la asistencia médica necesaria; aislándolos y separándolos de sus seres queridos en su indefectible camino hacia la muerte, o la obligación de una madre sana a parir su hijo con una máscara, son muestras del delirio inhumano al que hemos estado sometidos. Los responsables todavía siguen en paradero desconocido haciendo caso omiso de este presunto “genocidio”.
La diferencia, la duda y el conflicto siempre fueron motores de las sociedades democráticas. Sin embargo, cuando se pierde el rumbo activamos el espíritu totalitario que, dirigentes y ciudadanos, llevamos dentro. Los lobos se quitan la piel de cordero y la unanimidad se impone. Esta, no nos asegura que estemos en lo cierto, pero lo parece. La sociedad tiende a polarizarse. Ya no hay matices. Es un ambiente, esta vez sí, de guerra. No contra un virus, como dijo el tecnócrata Macron, sino los unos contra los otros. No apoyar las teorias dominantes te convierte en complotista o negacionista que no es sino situarte al otro lado de la sinrazón.
Todo ello me ha llevado estos últimos meses a trabajar en la búsqueda de lo yo considero “la verdad”. Esto no me ocurre con frecuencia, solo cuando sé que convivo con la mentira. Es una intuición compatible con la duda que, de este modo, se convierte en convicción.
La verdad, no es la respuesta certera y mágica ante un problema, sino el encuentro con una lógica médica y científica que me permita comprender la realidad en la que vivo. De este modo, desde una perspectiva puramente hipocrática, me acerqué a los profesionales más acreditados y verdaderamente independientes. Es decir, sin conflictos de interés con la industria farmacéutica, los medios de comunicación o los partidos políticos: médicos, virólogos, psicólogos, psiquiatras, sociólogos, antropólogos, filósofos… Y encontré el equilibrio que buscaba y me di cuenta que es humanamente mejor vivir “en verdad” aunque sea en la cuerda floja.
El Covid19, una epidemia como tantas otras, está considerada como la 10ª más importante desde la segunda guerra mundial. Lejos de las cifras apocalípticas de la peste de la edad media o de la llamada “gripe española” en las que nos querían arrancar del subconsciente colectivo. El Covid19 salió desde el principio del ámbito médico y sanitario para entrar de lleno en la gestión política. Los Comités científicos salvo excepciones brillaron por su ausencia o por su incompetencia. Las autoridades sanitarias, en la pandemia, no necesitan consejos de obligado cumplimiento, sino manejarla a su antojo. Tenían la información necesaria que venía de oriente para adoptar las medidas epidemiológicas oportunas, pero negaron la evidencia esperando que la providencia nos librara de lo inevitable. La realidad nos golpeó de frente mostrando que nuestro sistema sanitario, ampliamente publicitado, tenía enormes carencias de recursos y de gestión. Europa sabía desde noviembre que el virus estaba entre nosotros y esperó a marzo, una vez sumergidos en el tsunami de contagios, hospitalizaciones y fallecimientos. Las autoridades tomaron medidas de confinamiento y multiplicaron estos datos: ¿Desidia, negligencia o incompetencia?
El virus se encontraba en la cima de su poder patógeno y con la población no inmunizada. Los estudios más serios realizados en Italia y en España mostraron que hubo más contagios y enfermedad entre la población confinada que entre la que se movía libremente. Sin embargo, en la primera ola, se produjo un efecto hermoso, aunque inesperado, único en nuestra historia contemporánea: un movimiento de solidaridad entre la gente y de esta con los sanitarios. Desgraciadamente las autoridades no la supieron canalizar.
El pánico histérico en el que entraron los gobiernos tras los datos aportados por un Big Data del Imperial College de Londres mostró hasta qué punto son vulnerables y peligrosos los modernos sistemas de prospección. Al profesor Neil Ferguson, un científico de “pantalla de ordenador”, dedicado a la proyección de ideas y previsiones a través de cálculos matemáticos, se le dio una credibilidad inusitada cuando predijo las consecuencias de la epidemia del Covid19. Ya en 2005 se equivocó gravemente previendo 150 millones de muertos en la epidemia del H1N1. La pandemia se saldó con 284. Los gobiernos gastaron miles de millones de euros en la compra de un medicamento, el Tamiflu, que no servía para nada y en inversiones en una vacuna que provocó efectos secundarios relevantes como la narcolepsia y que, por ejemplo, el gobierno francés tuvo que tirar porque la pandemia se acabó antes de lo previsto.
El Covid19 es otro ejemplo de que no se pueden prever las consecuencias de lo que no se conoce. Esto no nos impide actuar con los medios clínicos y humanos a nuestra disposición. Afortunadamente, Ferguson se volvió a equivocar de nuevo previendo los millones de muertos que no se han producido. Sin embargo, esta previsión llevó a la toma de medidas socio-sanitarias sin precedentes, más propias de la edad media que del momento científico en el que vivimos, con una crisis social y económica que veremos como el resultado de la última ola de la pandemia todavía por llegar. Cómo es posible que a este hombre se le siga preguntando.
La misma suerte corrió la mascarada general a la que todo el mundo fue sometido tras decirnos que no valía para nada. Esta medida que, si bien tiene una utilidad cierta en medios cerrados, sobre todo sanitarios, donde el contacto entre personas es muy frecuente, la propia OMS publicó en el mes de junio la lista de riesgos de llevarla fuera del medio sanitario-residencial.
Las epidemias siempre fueron evaluadas por los enfermos que provocan (casos con síntomas), las hospitalizaciones y los fallecimientos. Una vez que estos últimos datos han dejado de ser relevantes en relación a otros momentos de la pandemia, otras enfermedades, grupos de riesgo o causas de muerte, se han cambiado los criterios de evaluación. Ahora se habla de “casos” sin que haya síntomas. Se pone el acento en la llamada “incidencia acumulada” o la “tasa de reproducción”, que son conceptos que escapan de la comprensión de tirios y troyanos y que no se sabe muy bien el alcance que tiene en términos de gravedad. Se sigue cuantificando la situación y dando el miedo necesario describiendo la pandemia en un lenguaje que la sociedad puede entender: el del “carrusel deportivo”, donde el líder de la clasificación va cambiando en función de lo que se va “haciendo mal”. Estos datos se basan en pruebas, los PCR, que consisten en la aparición no del virus sino de una parte del ARN amplificado que bien podría ser de otro virus. No son pruebas diagnósticas y se sabe que existen falsos positivos y también falsos negativos. Ser positivo en un PCR no significa lo mismo que estar enfermo.
El Covid19 es un virus que muta, como todos. Desde el primero, el virus ha mutado en numerosas ocasiones. Algunas cepas ya desaparecieron y otras son responsables de la continuidad de la pandemia. No son olas del mismo virus, sino episodios diferentes provocados por las mutaciones. Pero mutación no es sinónimo de gravedad sino de cambio, y casi siempre en un sentido adaptativo al organismo en el que vive. Cuando un virus muta, en general, atenúa su virulencia. Tenemos en el organismo más virus y bacterias que células, y seguimos vivos.
Las epidemias, como define el microbiólogo francés, Prof. Didier Raoult, son enfermedades del ecosistema. Todas las pandemias acaban por resolverse, aunque no se sepa muy bien por qué. Quizás por la adopción de una inmunidad colectiva en la adaptación ecológica al ser humano y al medio ambiente.
Vivimos en un equilibrio en el que nuestro sistema inmune nos protege, pero también la lucha entre unos microrganismos y otros dentro de nuestro propio organismo. Esta pasa indefectiblemente por la trasmisión del virus haciendo de este cada vez más contagioso, pero menos patógeno y, de este modo, nuestro sistema inmune cada vez más eficaz.
A tenor de esta falta de rigor en la toma de medidas socio-sanitarias, la gestión del Covid19 ha resucitado la censura en los medios de comunicación clásicos y en las redes para todo aquello que no confirma las teorías dominantes. Ahora se la quiere llamar “higiene democrática”. Algunas revistas científicas de las más reputadas, que falsificaron datos en pro de intereses opacos, han sido substituidas por los medios de comunicación que nos dan una información y su contraria sin la más mínima reflexión crítica sobre los efectos de las vacunas o sobre los efectos secundarios de las mismas o de los medicamentos al uso. Así, los científicos más rigurosos manifiestan constantemente sus dudas. Hasta hoy cualquier avance científico necesita de la publicación en una revista de prestigio. Sin embargo, no existe ninguna publicación científica que avale los resultados de ninguna de las vacunas. Solo las notas de prensa de los laboratorios o de la publicidad de las autoridades a través de periodistas agradecidos sin la más mínima formación en ciencias de la salud. Nada que haya sido sometido al rigor científico de los expertos independientes.
La vacunación, en condiciones de seguridad, parece ser necesaria, pero su carácter universal no se sostiene a tenor de los datos epidemiológicos que se poseen. La gente, en estado de sideración tras la confusión de medidas y teorias circulantes, no se atreve a decir nada. Pero de estas vacunas se desconfía. Solo la obligación, el miedo o el hartazón al que estamos sometidos podrían finalmente doblegar nuestra resistencia.
El Covid19 no obedece, desde mi punto de vista, a ningún complot en favor de un gobierno universal que manipule nuestras voluntades, llevando al límite las desigualdades producidas por la globalización. Sin embargo, es la excusa que justificará la gran crisis que se avecina, sin que nadie se haga responsable. No es el Covid19 quien va a generar una crisis económica de dimensiones todavía desconocidas, sino la gestión de la misma, aunque con la pertinaz insistencia con la que las autoridades vehiculan nuestro miedo diríamos que quieren hacernos inmortales.
El Covid19 no creo que represente el desencadenante del cambio de paradigma en la gestión de las tecnologías, de los recursos humanos o del equilibrio geoestratégico, sino un acelerador de lo que ya se veía venir: Bastas teorías con bastardas intenciones que tienen en el “rio revuelto” de la confusión su perverso motor e interesado destino. La mitad de la sociedad acabará desconfiando de la otra y la manada seguirá con estoica ceguera el camino hacia el precipicio con la impagable complicidad de su sacrosanto voto.
Huyendo todo lo que puedo de la tentación complotista de corte orwelliano, me parece que asistimos a una nueva forma de totalitarismo y de exclusión selectiva: sistemas educativos excluyentes donde cada vez hay menos sitio para el débil, trabajos que no dan para vivir, robots que sustituyen el trabajo del hombre o legislaciones laborales que convierten al trabajador en objeto de usar y tirar. Pero lo más sorprendente, como dice el antropólogo suizo Jean Dominique Michel, es la docilidad con la que la sociedad asume estas medidas pensando, quizás, que no les conciernen.
Las nuevas generaciones necesitarán de creatividad y de la reformulación de los valores a los que estábamos acostumbrados. En palabras del filósofo Fernando Savater: “nunca hemos vivido mejor que ahora, ni hemos tenido más medios materiales y tecnológicos a nuestra disposición. Nunca la sociedad avanzó tan rápido”. Démonos una tregua mientras nos preparamos para afrontarla con serena convicción de que podemos aportar algo esencial, de que tenemos siempre algo que decir con espíritu solidario, crítico y tolerante, pero nunca siendo meros sujetos pasivos de nuestro destino. En tiempos de crisis, como dice Savater: “los hombres libres nunca se preguntan qué va a pasar, sino qué vamos a hacer”.
Este artículo fue publicado originalmente en “La Voz de Puertollano”. Ilustración de Miguel López Alcobendas.
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