José Cano: Psicólogo – Psicoterapeuta. Veinte años dedicado a la psicoterapia y al campo de la hipnosis. Provincia de Alicante

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Es importante mantener la concepción de que las enfermedades mentales o psicológicas son una construcción socio-cultural. Ante la persona que presenta dolencias psicológicas y discapacidad para conseguir cambios respecto de tal malestar, podemos ocuparnos en recoger los síntomas que presenta dicha persona y agruparlos para conformar algún síndrome que se adecúe a alguna enfermedad mental (oficialmente establecida como tal); en este caso no estaremos tratando con una persona, sino con una entidad morbosa. Las personas sufren malestar psicológico ante los problemas de la vida; en esas circunstancias no es lo mismo contextualizar su malestar que decirles que padecen una enfermedad. Las palabras cosifican las vivencias y nos condicionan. Las palabras tienden a hacer ontología de la experiencia humana, cuando en realidad dicha experiencia es resultado de un proceso dialéctico entre individuo y su entorno. Las palabras condicionan tanto al profesional de la salud como al paciente.

La enfermedad mental no se descubre, sino que se construye. No es una entidad natural que siempre estuvo ahí y ahora la ciencia descubre (Héctor González Pardo y Marino Pérez Álvarez, «La invención de los trastornos mentales»), no es algo que existe independiente del contexto humano; lo humano es sustancialmente social y cultural. Es una construcción social porque son personas llamadas expertas (profesionales de la salud) las que quedan autorizadas para categorizar y clasificar el comportamiento humano. Y al clasificar se construyen entidades, o sea algo con esencia propia. Eso es lo que suele ocurrir a pesar de que se defienda que el categorizar y el clasificar son actividades pragmáticas requeridas por el quehacer científico. Ahora, la cuestión es saber lo que conduce (criterios, enfoques, paradigmas) a los expertos a etiquetar de enfermedad mental una conducta psicológicamente alterada.

La construcción social de la enfermedad mental se entiende, en primer lugar, a través del estudio de la dicotomía entre visión biológica y visión cultural (Álvarez Munárriz, «Antropología Biocultural») de la conducta humana, y, en segundo lugar, a través del estudio de la evolución que toma la psicología académica, disciplina que produce modelos explicativos del comportamiento humano.

La visión biológica mantiene la creencia en el determinismo biológico del comportamiento humano, aunque acepta que la facultad simbólica es propia del ser humano, dicha facultad queda supeditada al determinismo biológico (Darwinismo Social). Tradicionalmente, la visión biológica es la dominante. El mismo Sigmund Freud confesaba que sus descubrimientos de la psique humana debían completarse con los hallazgos de los correlatos biológicos de dichos elementos psíquicos. Hoy en día, los medios de divulgación científica anuncian que asistimos a la carrera por alcanzar el conocimiento total del cerebro (discurso que subsume el conocimiento de la psique humano), que es sólo cuestión de tiempo el conseguirlo. Todo apunta a que la supremacía de esta visión viene sostenida por factores ideológicos (actualmente hegemónicos) y de interés económico (la industria farmacéutica). Con la hegemonía de la visión biológica, el modelo médico de la enfermedad mental toma preponderancia, queda justificada la tendencia de los expertos en detectar o descubrir enfermedades de la conducta humana y la consecuencia es la extendida y aceptada medicalización de la vida.

Frente a la visión biológica está la visión culturalista, no como parte explicativa de la ontogénesis del ser humano que complementa su parte biológica, sino como paradigma independiente, que explica la evolución del ser humano sin reduccionismos biológicos (Álvarez Munárriz, «Antropología Biocultural»). Afirmar que la conducta humana es una interacción entre biología, psicología y sociología, parece una proposición lógica, sin embargo, me atrevo a decir que en cierto modo es un sofisma, no porque sea totalmente falsa, sino porque enmascara el determinismo cultural de la conducta humana.

Para los que nos dedicamos a la terapia psicológica, es importante tener en mente que, hoy por hoy, existe una contienda entre paradigmas. Ilustraré lo referido hasta ahora con un ejemplo: en los años 80, el trastorno de ansiedad con ataque de pánico era considerado por los teóricos de la sicopatología como un trastorno endógeno (biológico). El modelo conductista aceptaba dicha concepción y mantenía que su aportación era de apoyo psicológico para paliar los síntomas de este trastorno crónico; el modelo psicoanalítico se empeñaba, sin éxito, en aplicar sus teorías para tratar y explicar la angustia propia de dicho trastorno. Hoy en día, sabemos que la crisis de angustia deriva de eventos ambientales (la mayoría de las veces, contextual-relacional). Ello indica que las teorías imponen sus interpretaciones, y cuando la conducta resulta difícil de explicar, es fácil recurrir al discurso hegemónico (actualmente, el modelo médico).

No se trata de negar los logros de la psiquiatría y de la psicología; la terapia biológica ha logrado el bienestar y la inserción social de muchos enfermos mentales, y los modelos psicológicos, el psicoanálisis (modelos y técnicas derivadas) y el conductismo (cambios evolutivos) han aportado importantes ideas sobre la psique y el comportamiento humano. Tampoco se trata de negar la necesidad de generar teorías; el soporte teórico permite ordenar y dar sentido a los datos, en este caso, dar sentido a los síntomas. Pero una cosa es categorizar y clasificar como actividad metodológica, otra distinta es generar (construir) una categoría que cosifica, objetiva y estigmatiza una experiencia humana; tal como lo hace el término «enfermedad». Los conocimientos proporcionados por las distintas corrientes (en el ámbito de la salud mental) son descubrimientos de elementos de la psique, descubrimientos de sistemas de comportamiento. Muchos de estos conocimientos son reales en todas las culturas y en todos los tiempos, pero ninguno es determinante; es como decir que los sistemas de comportamiento se superponen (de ahí que una misma conducta, normal o anormal, sea explicada desde distintos enfoques teóricos). El comportamiento humano se debe a causas multifactoriales. Dichos conocimientos son como lentes que nos permiten percibir parte de lo que le puede estar ocurriendo a una persona que sufre alteraciones psicológicas.

En el “DSM-IV” (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales) leemos en su introducción, capítulo “Definición de trastornos mentales”, lo siguiente: «(…) En este manual cada trastorno mental es conceptualizado como síndrome o un patrón comportamental o psicológico de significación clínica, que aparece asociado a un malestar (p.ej. dolor), a una discapacidad (p.ej. deterioro en una o más áreas de funcionamiento) o a un riesgo significativamente aumentado. (…) Este síndrome o patrón no debe ser meramente una respuesta culturalmente aceptada a un acontecimiento particular (…) ni los conflictos entre el individuo y la sociedad son trastornos mentales.»

En psicopatología no se considera trastorno cuando la alteración de la persona se debe a discordia entre dicha persona y su entorno social o cuando el individuo manifiesta un comportamiento alterado como respuesta culturalmente aceptada; me pregunto quién determina si la respuesta entra dentro de la categoría de culturalmente aceptada. Muchos de los trastornos descritos en el “D.S.M.” son respuestas a eventos ambientales y relacionales, por lo tanto se dan en un contexto cultural. Los que trabajamos como psicoterapeutas (sobre todo en el ámbito privado) sabemos que la mayoría de nuestros consultantes o pacientes presentan el malestar derivado de un conflicto cuyos determinantes son socio-culturales (aquí, también se incluye las personas que por su rasgos de personalidad o por sus traumas del pasado resultan propensas a manifestar trastornos como respuesta a los eventos). De ahí que defienda la visión culturalista del ser humano, porque nuestras respuestas (con síntomas de malestar o no) ante los hechos de la vida dependen del significado que damos a los distintos elementos del entorno, de las creencias o de aquello que damos por sentado y nos imposibilita su cuestionamiento.

El presente artículo es una simple pincelada para reavivar la dicotomía entre visiones del ser humano, por un lado, la visión que busca la esencia del hombre, la que espera descubrir las características inmutables que permitirían su definitivo conocimiento; por otro, la que ve al hombre en su plasticidad, el ser que está constantemente cambiando a través de un proceso dialéctico con su entorno cultural. Todo ello implica la necesidad de estar constantemente revisando y replanteándose conceptos tales como enfermedad, disfunción, trastorno, orientaciones psicoterapéuticas, etc.

No quiero terminar el artículo sin mencionar la hipnosis. En primer lugar por ser un trabajo para la revista “Hipnológica”, y en segundo lugar, porque es de justicia que el estudio de la hipnosis aparezca en el presente discurso; a lo largo de su historia, la hipnosis ha contribuido a demostrar que el hombre es un ser biológico moldeado (solo llega a ser hombre debido a ese moldeado) por su entorno cultural, que enferma y cambia (física y psicológicamente) a través de dicho entorno. En el ámbito de la terapia, la hipnosis se ha encontrado envuelta en el conflicto de ser vista como una simple herramienta al servicio de las corrientes más dominantes (en el ámbito de la salud) o ser vista como un medio donde un hombre puede alcanzar un mayor protagonismo en su propio cambio, en su propia curación.

 

 

José Cano (2009) La Construcción Social de la Enfermedad Mental. Hipnológica 2, 20-21 (www.hipnologica.org)