José Carlos Vázquez Calvo: Psicólogo clínico, actor, dramaturgo y director teatral.
(Historia ligeramente tragicómica)
MARIO GABINO, el necio. ( I )
La casa era normalita, con decoración normalita, con una cocina insulsa, y con cafetera necesitada de una restauración urgente; aunque Mario Gabino, nuestro inquilino que se proyectaba en sabio sin saber que se había quedado en fase menguante, no le diera la más mínima importancia, ni al recipiente, ni al contenido en negro con dos días de reposo que depositó en la taza primorosamente desconchada, regalo de las galletas del Súper.
El líquido alquitranado fue recalentado, y a pesar de torcer el gesto en el primer sorbo, Mario siguió con el ritual alimentario hasta dejar un dedo de engrudo y acabar con varias galletas “María dorada”.
Embelesado y algo narcotizado por lo engullido, su mente, en devaneos persistentes, recordó momentos en que fue analizado por profesionales de la salud mental. Parecía ser un caso difícil, y los hacedores de remedios, estaba seguro, que llegaron a la misma conclusión, porque las variadas terapias no terminaron de resolver su compleja “psiquie”.
La “psiquie” del millón, podría apostillar Mario, ya que cualquier apelativo se quedaría corto en su proyección de erudito.
Claro que, por otra parte, Mario se preguntaba de continuo cómo una mente privilegiada como la suya podía caer en frecuentes conflictos y en altibajos emocionales, pero le llegaba el consuelo en forma de enunciado: “por eso mismo, que es complejo, se puede permitir la mayor excentricidad de todas”.
MARIO.- ¿Qué le parece los síntomas que tengo? (preguntó tras una larga ristra de comentarios de portería).
PSIQUIATRA.- Normal (replicó sin más).
MARIO.- ¿Normal? (y arqueó una ceja, símbolo de su desdén).
El profesional, parsimoniosamente, solo preguntó:
PSIQUIATRA.- ¿Qué puede contarme de lo que piensa de sí mismo?
Pero el señor Gabino ya no pensaba sobre sí mismo, sólo pensaba barbaridades del profesional.
Es que, en su primera experiencia, descubrió lo sobrevalorada que estaba esa terapia.
Claro, que también pensó lo mismo la primera vez que probó el sexo, de hecho lo pensaba de casi todas las primeras veces que probaba algo. Así que, para qué iba a desarrollarlo. ¡Menuda pérdida de tiempo!
La segunda experiencia la encaró muy a su pesar, pero es que “esta dichosa mente que el divino creador me ha otorgado es así de caprichosa”, pensaba nuestro héroe.
El psicólogo cognitivo le miró fijamente y él puso el gesto más idiota que pudo encontrar en su registro de ademanes faciales, aunque se decía para sus adentros: “Le debe estar despistando mi expresión condescendiente”
PSICÓLOGO.- ¿Qué piensa usted de sus problemas?
Esta vez, Mario Gabino fue más al grano, y le replicó con cierto aire de suficiencia que da el haber pagado la consulta:
MARIO.- ¿Pero no es usted el que me tiene que decir cómo es mi problema?
PSICÓLOGO.- Pero, ¿Qué piensa de sus síntomas? (le devolvió esta vez la bola).
MARIO.- Mi forma de ver la vida no es comprendida por el resto de los mortales. (respondió Mario como haciendo campaña electoral).
PSICÓLOGO.- ¿Y le parece correcta? (le replicó con su revés a dos manos, el terapeuta).
MARIO.- A mí no me parece mal (dijo, entre convencido y extrañado de que dudaran).
Y se quedó tan ancho que le sobró hasta tiempo en la sesión.
Hacía rato que, en su embeleso, Mario no había reparado en la desaparición de la galleta entre el resto del fluido oscuro. Haciendo gala de un experimentado ejercicio de deglución, llevó la taza a su boca, y el fluido, ahora más espeso, desapareció garganta abajo y juraría que había ganado en sabor.
Con la satisfacción que dan las mezclas en ciertos cuerpos, volvió la mente a su tercera incursión en el mundo de la psicología, y enseguida quedó enganchado con la decoración del despacho de un “terapeuta gestalt” que le habían recomendado.
En ese momento había pensado: “si la habilidad del terapeuta va acorde con su gusto en decoración será mejor que nos dediquemos a ver una peli de Tarzán”.
TERAPEUTA.- ¿Quién eres? (le soltó tras unos minutos de presentación).
MARIO.- ¿Mario Gabino?
TERAPEUTA.- Eso ya lo sé. Pero ¿Quién quieres ser?
MARIO.- Mario Gabino.
TERAPEUTA.- ¿Y quién es Mario Gabino?
MARIO.- El que ya le ha dejado sus datos en la hoja de inscripción.
TERAPEUTA.- ¿Qué es lo que no te gusta de ti?
MARIO.- ¡Mi paciencia! Pero si sigue preguntando “memeces” se me acabará pronto.
TERAPEUTA.- ¿Cuál es ahora tu principal causa de desánimo?
MARIO.- ¡La de hacerme perder el tiempo! ¡Hay que joderse!, ¿y esto es la gestalt? Muy original el nombre pero poca sustancia. Dígale a la señorita que me atendió antes, ¡que me devuelva el dinero!
Claro, llegados a este punto, Mario no podía deducir otra cosa: ¡Pandilla de chiflados!
Mario salió del recuerdo y enfocó obsesivamente la atención en el fondo de la taza, pero no estuvo mucho tiempo en ella, y su concentración voló hasta el paladar y fue consciente de la mezcla de sabores amotinados en su lengua, cuya transcripción no habría sido posible ni con la colaboración de la pituitaria del mejor “sumiller”.
De su aparato digestivo pasó de nuevo al ensimismamiento y evocó la resignación en la que se vio inmerso al no ver aclarados sus conflictos, y cómo, mientras trasteaba un día por la red, dio con un profesional que trabajaba con hipnosis.
Más por curiosidad que motivación, se dejó arrastrar hasta la consulta en busca de una oportunidad.
Tras los pasos previos de rigor burocrático, se encontró acurrucado en un confortable sillón, al que Mario sacó algún que otro defecto, como no podía ser menos.
El psicólogo cognitivo-conductual le preguntó por qué estaba interesado en una terapia a través de la hipnosis, y Mario le respondió que su mente despierta y multifactorial no había encontrado el descanso al que tenía derecho.
Aunque el psicoterapeuta le habló de la conveniencia de hacer una recogida de información de sus síntomas y la afectación en áreas importantes de su vida, la insistencia irrazonable de Mario hizo que el terapeuta, avezado en descubrir personalidades poco colaboradoras, optara por no insistir y comenzar con la acción, sabiendo que no sería esa la única vez que apareciera la tozudez.
TERAPEUTA.- De acuerdo. Le haré una serie de preguntas y usted me contesta si es verdadera o falsa.
MARIO.- Vale.
TERAPEUTA.- ¿Ha sido capaz de cambiar un sueño mientras se producía?
MARIO.- ¿En qué rarezas se entretienen? ¿Qué clase de pregunta es esa?
TERAPEUTA.- De las que se contestan verdadero o falso (respondió, no sin cierta ironía).
MARIO.- Ni verdadero, ni falso ¡Es absurdo!
TERAPEUTA.- (Dando una segunda oportunidad) ¿De pequeño tenía un “amigo imaginario”?, ¿verdadero o falso?
MARIO.- ¡Joder! ¡Que yo no estoy loco! ¡Que vengo a resolver mis conflictos!
Aunque ya sabía lo estéril del intento, el terapeuta prosiguió con espíritu positivo.
TERAPEUTA.- Ahora, vamos a cambiar. Pasaremos a un ejercicio sencillo. Por favor, póngase de pie… junte las piernas… respire lentamente y deje que su cuerpo se relaje (pequeña pausa). Cierre los ojos.
Después de cumplir lo dicho por el terapeuta, Mario se quedó quieto, pero con un rictus en su boca del tipo: “¿Qué se le ocurrirá ahora?”
Al sentir que el terapeuta se colocaba detrás de él, abrió los ojos, y giró la cabeza mostrando una sonrisa estúpida.
MARIO.- ¿Qué hace?
TERAPEUTA.- Voy a colocar mis manos sobre sus hombros y le iré explicando los pasos.
MARIO.- (Sin soltar la sonrisa) Si me viera el cura de mi pueblo, diría: ¿tocamientos? (y empezó a reirse de tal manera, que si en ese preciso momento se hubiera hecho una foto que inmortalizara su rostro, ésta reflejaría, con toda exactitud, la esencia de su personalidad.
El terapeuta dejó que disfrutara su broma, tras la cual, tuvo un diálogo interno, por supuesto, “clasificado”.
Decidió desviar la atención para seguir con el ejercicio.
TERAPEUTA.- He visto en su ficha que está separado.
MARIO.- Sí.
TERAPEUTA.- ¿Cuánto tiempo estuvo casado?
MARIO.- Dos años.
Como un relámpago, el terapeuta pensó en lo relativa que es la medida del tiempo.
Él llevaba diez minutos y… (pensamiento inclasificable).
Una vez que pudo proseguir, invitó a Mario a que cerrara de nuevo los ojos y focalizara la atención en su respiración. Colocó las manos suavemente sobre los omoplatos y el cuerpo de Mario dió un respingo.
TERAPEUTA.- Escuche con atención lo que yo vaya diciendo. Mientras lo hace, respire de una forma lenta y profunda (Pausa). Dentro de un momento voy a ir retirando las manos de su cuerpo lentamente. A medida que lo haga, usted sentirá que su cuerpo va hacia atrás, como si se fuera quedando pegado a mis manos. No se preocupe, ni tenga miedo de caerse, porque yo estaré aquí para sostenerle.
Mario se giró, ofreciendo una mirada cicatera que anunciaba juicio sumarísimo.
MARIO.- ¿Y usted se cree que me va a sostener? Menudo espectáculo monta.
Luchando contra una realidad inquisitiva decidió prorrogar su mente positiva e ir directamente al diván.
TERAPEUTA.- Bien, señor Gabino. Una vez cómodo y relajado en el sillón, quiero que preste atención a mi voz. Quiero que se concentre en un punto fijo por encima del nivel de su mirada. Que centre en él la vista. Puede, incluso, imaginar uno al que le resulte cómodo mirar (Mario se fijó en una diminuta grieta y juzgó recomendar hacer una “ñapa” al techo. Luego terminó por perderse en divagaciones acerca de lo poco estimulante que eran las consultas de los psicoterapeutas, de todos)… sus piernas se están relajando, todo su cuerpo se está relajando, (Mario reflexionó que, desde su llegada, no había hecho otra cosa que intentar relajarse, pero se lo ponían muy difícil con tantas indicaciones ridículas)… verá que se siente amodorrado. Escuchando solo mi voz… le hace sentir más amodorrado y somnoliento (Este tipo quiere que febo me acoja, que no piense, que no me entere, aniquilar mis sentidos, dejarme “grogui”)… los párpados se van cerrando, pesadamente, no puede mantener los ojos abiertos, se cierran… se cierran… (Mario giró la cabeza y abrió los ojos al mismo tiempo, como si le hubieran dado a un botón y se despertara en el cuerpo de C-3PO o en el de su amigo R2-D2).
MARIO.- Estoy pensando que, si me duerme, luego puede sustraerme mis pertenencias, o seguir con sus tocamientos, o me puede pedir la clave de mi tarjeta de crédito, o sacarme información de cuántos son mis bienes…
TERAPEUTA.- (Interrumpiendo)… o pedirle que cante “soy un truhán, soy un señor” de Julio Iglesias, grabarle en video y subirlo a youtube.
MARIO.- (Como si fuera en serio) ¡Eso también!
TERAPEUTA.- ¿Realmente quiere usted resolver sus conflictos?
MARIO.- Comprendo que, con lo que ustedes tienen que ver cada día, les puedo parecer un caso simple.
Y se sintió como si fuera el “colono” que acababa de descubrir Las Vegas, en Nevada.
No obstante se abandonó de nuevo en el sillón, bien por curiosidad más avanzada, bien porque la voz del terapeuta le resultó extrañamente plácida.
Pasados unos minutos, tuvo la sensación de que esa voz venía como más lejana y difuminada, pero volviendo a utilizar su portentoso análisis se dijo: “No sabe nada éste, ha bajado la voz a propósito para confundir mi intelecto. No sucumbiré”.
El terapeuta continúa con el “script” y cuando éste llegaba a su fin, por la mente de Mario pasaba, machaconamente, una idea: “resistir, no me dormiré, mi mente es fuerte, no me dormiré…”. Pero no estaba seguro cuál de sus dos mentes era la que escuchaba y cuál mandaba el mensaje.
Al cabo de varias sesiones, todavía se lo preguntaba, aunque en ese tiempo obsequió al terapeuta con variopintas opiniones nacidas de experiencias inconfesables, esquemas mentales de “todo a cien” y una educación basada en el “pío, pío, que yo no he sío.”
Cuando terminaba la sesión, miraba al versado terapeuta con una mezcla de resignación e indefensión que le duraba hasta oír su ya necesaria letanía: un… dos… tres, los párpados se cierran, pesadamente… se cierran… se han cerrado.
El día que puso fin a la terapia (porque lo decidió Mario, por supuesto), lo hizo más por soberbia que por deseos reales. La sensación de dieta emocional le reconfortó. “La hipnosis produce una relajación muy profunda. Es claro que estaba estresado”, fue su sentencia. Y suspiró.
La taza, superviviente a mil batallas jabonosas y a conflictos de temperaturas extremas, mostraba su lado más oscuro en el interior con tonalidades ocres, bermejas y ribeteado en negro, amén de grietas que la impulsaban hacia un merecido retiro.
Tras depositarla bajo el grifo, Mario se dirigió a una alacena de la que sacó un “blister” de pastillas. Se las había recetado su médico de cabecera que tras escuchar la versión traducida de sus psicoterapias, decidió mandarle un psicofármaco de amplio espectro antes de que sus oídos supuraran algún liquido impronunciable por perforación ante las sandeces. Cogiendo una de las píldoras se dirigió de nuevo al grifo, enjuagó ligeramente la taza, la llenó dos dedos y mezcló agua y píldora en perfecto maridaje.
Depositó en el seno del fregadero la taza que todavía conservaba orgullosa en su interior la rebaba ocre que la coronaba. Arrastró su cuerpo al sofá con calvas en forma de posaderas, dio al encendido del mando a distancia de la TV y pensó: “Con lo fácil y rápido que se soluciona con una pastillita”.
Al otro lado del pasillo, en la cocina, y en ese momento, se oyó un “crash” con ligero craqueo porcelánico. La taza había dicho fin.
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José Carlos Vázquez Calvo (2015) La Hipnosis No Es Para Mí. Hipnológica, 8:7-11