Santiago Díaz de Freijo: Médico especialista en Medicina del Trabajo e Higiene Industrial.

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Es importante destacar que cuando cualquiera de nosotros expresamos nuestras ideas sobre algún tema, nos exponemos no sólo al criterio de los demás, sino también a la propia revisión de lo que pensamos y sentimos. De tal manera que las ideas que a continuación se exponen pueden no estar impregnadas de toda la veracidad con la que se las pretendiera escribir, ya que la capacidad de comunicar correctamente ciertos contenidos del pensamiento está probablemente reservada a no demasiadas personas.

La meditación es desde mi particular punto de vista, ante todo, una experiencia. De poco sirve leer y comparar los textos escritos, o recordar lo relatado por la voz de un maestro, si no se vive interiormente. Cualquiera de nosotros estamos capacitados para meditar y sin embargo pocos de los que empiezan consiguen perpetuar en el tiempo la constancia necesaria para adentrarse plenamente en la práctica de la meditación. Porque, además de una experiencia, la meditación es también la práctica que nos conduce a esa experiencia. Es por tanto método (forma) y experiencia personal (existencia). Y tanto la una como la otra, tanto la práctica como la experiencia, deben ser introducidas y acompañadas por una persona con más práctica y más experiencia que, respetando la individualidad de cada uno, guíe los pasos del que se inicia. Así pues, tres serían las condiciones necesarias para iniciarse en la meditación: maestro, práctica y experiencia.

Una vez hecha esta pequeña introducción, y desde una perspectiva más personal, podría decirse que la meditación es un proceso introspectivo, ya que la atención de quien se dispone a practicarla se dirige hacia sí mismo. Dicho de otra forma, la meditación se realiza a través de una mirada hacia el interior. Si completamos esta perspectiva con otra, más de tipo filosófico, podríamos decir que la meditación es también una búsqueda, asimismo interior. En el momento en el que esta búsqueda es con mayor o menor nitidez reconocida, solemos sentir que su origen, el gran motor que nos impulsa a emprenderla, es encontrar la verdad, la paz o el amor. Quizás lo expresemos de otro modo y nos digamos que buscamos el sentido de la vida, de nuestra propia existencia, o quizás que buscamos a un ser superior, a Dios. Cualquiera que sea el objeto de nuestra búsqueda, lo cierto es que el mismo hecho de reconocerla significa que hemos emprendido ya un camino hacia algo que no conocemos y que, al mismo tiempo, provoca en nosotros tal curiosidad que estamos dispuestos a iniciarnos en esta aventura, a aprender y a confiar para llegar hasta el final. La persona que se sienta a meditar es de alguna forma una persona que busca, quizás no sepa bien qué o por qué, pero siente la motivación de buscar porque lo que tiene no le sacia.

Es también una persona que lucha, que siente en su interior el conflicto entre las fuerzas que le mueven a ponerse en acción y las que le anclan en la situación en la que se encuentra; entre la fuerzas que le impulsan a lanzarse y, en cierta medida, a ponerse en evidencia ante una nueva experiencia y las que le sugieren permanecer en lo conocido, en la confortabilidad cotidiana que tan arduamente hemos alcanzado. Estas últimas se manifiestan frecuentemente por medio de la desconfianza, de la falta de razones objetivas y contrastadas y, en definitiva, de todo ese conjunto de ideas que se despliegan de forma enormemente sutil en defensa de la situación actual, de la permanencia. En el fondo quizás sea un conflicto entre la permanencia y la impermanencia.

Es en este sentido en el que se podría afirmar que la persona que medita parte de una situación de debilidad, ya que, en realidad, todo aquello que podría garantizarle su propia seguridad le resulta insuficiente, inconsistente o impermanente, si queremos llamarlo así. Parece como si hubiese un momento en la vida de cada uno en el que, de forma más o menos explícita o consciente, se produce una grieta o quizás un total descalabro en su autocomplacencia, en su seguridad, podríamos decir que en la experiencia de su propio yo. Claro que admitir esto supone una dosis de honestidad que no es habitual. Lo habitual es ocultar el origen de este sentimiento por medio de la confusión y derivar la búsqueda hacia objetos de compensación, frecuentemente relacionados con la capacidad de consumo o con cualquier otra forma de cultivo personal. Aunque no nos resulte fácil reconocerlo, todos sabemos que no es tan difícil recurrir al autoengaño, a la ausencia de definición, al camuflaje en la espesura interior y exterior. Es un mecanismo que nos ha resultado útil en muchas ocasiones y que está perfectamente arraigado en nuestro acervo de posibles respuestas.

El cultivo de la propia honestidad es pues otra de las características esenciales que acompañan a la práctica de la meditación. Pero, insisto, es tan fácil engañarse, también con la propia honestidad, que esta condición pone a prueba al más resuelto y dispuesto de los meditadores. Aquí no hay medias tintas, la desviación de sólo un ápice malogra todo el esfuerzo. Y es que, como producto de la mirada interior y de la honestidad o veracidad personal, se produce con el ejercicio de la meditación un proceso que podríamos llamar de desenmascaramiento. La meditación nos conduce invariablemente a la autenticidad o no es meditación. Dicho así parece demasiado simple y categórico, y sin embargo es bien cierto para el que mantiene esta experiencia de búsqueda y de lucha. Es una evidencia personal. La meditación, a través del ejercicio de la constancia y con la sabia dirección de un maestro, conduce al que se inicia a evidencias personales que se convierten en certezas. El esfuerzo necesario es sin embargo importante, porque supone avanzar a contracorriente por todo un mundo de ideas preconcebidas, de sentimientos enraizados, de convicciones incontestables, de insinuantes evocaciones; el mundo, en definitiva, en el que se fundamenta la base de nuestro propio yo.

Sumergirse en la meditación supone entonces avanzar a contracorriente hasta alcanzar el origen, para conseguir así ver la realidad tal cual es. Esta última expresión puede resultar controvertida, ya que todos podemos afirmar que nadie puede demostrar que no vemos la realidad tal cual es. Sin embargo, también sospechamos que nuestra visión de la realidad es subjetiva y sabemos que no siempre coincidimos. Todos somos de alguna forma impresionistas. La meditación puede ayudarnos a despejar muchas de estas dudas, quizás todas si conseguimos llegar hasta el final. En el proceso que nos impulsa a intentar ver la realidad tal cual es, es en donde la des-sugestión podría jugar un papel destacado. Me gustaría mucho conocer la opinión de otras personas con experiencia en este tema. En fin, quizás ahora se comprenda la causa por la cual pocos de los que se inician en la meditación consiguen mantener la constancia necesaria para continuar en el camino. Tal es así, que el camino se convierte en meta y la propia meta no deja de ser el camino.

Esta visión de la meditación probablemente pueda suponer una sorpresa para muchas personas que tienen una perspectiva idílica del meditador y lo conciben como una persona llena de paz y armonía, que irradia tolerancia y comprensión para todos los que le rodean. Y quizás sea cierta en algunos casos, en aquellos que han alcanzado la plena madurez humana, eso sí, no sin pocas renuncias durante muchos años de constancia. Y cuando digo renuncias, en realidad lo que debiera decir, para expresarme más correctamente, es desapegos. Pero lo habitual es que, además de la expresión más o menos feliz de esta visión idílica, coexista la otra cara de la moneda, la que describe las huellas de una trayectoria de desnudamiento sincero y arriesgado de nuestro propio yo. Como antes mencionaba, para llegar verdaderamente a uno mismo y, como consecuencia, desprenderse del subjetivismo e impresionismo que impide ver la realidad tal cual es, se requiere protagonizar en primera persona una experiencia que podríamos llamar de des-sugestión, quizás desde la propia sugestión. También podríamos denominar a este proceso de des-conocimiento, desde el propio conocimiento.

El camino que se iniciaba en el desenmascaramiento y se continúa por medio de la autenticidad de nuestra mirada interior y del desnudamiento de nuestro yo hasta alcanzar el origen de nuestra propia naturaleza es, expresado desde otro contexto, un proceso de maduración personal durante el cual van a salir a relucir, antes o después, tanto la problemática como las aparentes virtudes que todos llevamos con nosotros. Podríamos decir, por tanto, que la meditación supone, desde un punto de vista más genuinamente psicológico, un proceso de maduración personal (en el que nos reconciliamos con la sombra, parte oculta y valiosa de la persona, necesaria para esa madurez humana).

Permítaseme que evite en todo momento entrar en consideraciones marcadamente filosóficas o teóricas acerca de la meditación, para concentrarme en describir de la forma más claramente posible la experiencia, la vivencia. Esta intención puede provocar que algunas expresiones no sean demasiado afortunadas, que resulten poco ortodoxas o que sean claramente incompletas al análisis de los más entendidos. Soy consciente y de antemano pido disculpas por ello. Tal y como yo lo veo, la meditación es un ejercicio de la consciencia, de la auto-consciencia. Este es el marco en el que se desarrolla todo el proceso de autenticidad que nos conduce hasta nosotros mismos, hasta el sí mismo de cada uno (el verdadero nosotros mismos).

Hay dos conceptos surgidos en los párrafos anteriores que me resultan enormemente interesantes y que pueden facilitar para algunas personas el salto de la reflexión a la meditación, sobre todo para aquellas que gustan de llegar a los límites del razonamiento verbal. Quizás también pueda servirles para pasar de la meditación a la contemplación y consigan abrir bien los ojos. Se trata de los conceptos de origen y consciencia. Es posible que la forma más adecuada de presentar la idea que quiero expresar, y que entre ambos comparten, sea a través del intervalo abarcado entre dos límites, completamente abstractos, que se pueden enunciar mediante un sencillo juego de palabras: la consciencia del origen nos lleva hasta el origen de la consciencia. Bueno, con calma, tampoco es cuestión aquí de meterse en honduras de expresión críptica que en definitiva lo que producen es una inmediata sensación de rechazo ante la aparente complejidad que suponemos contienen. No, no se trata de ningún enigma, aunque quizás convenga más adelante comentar algo sobre la práctica de la meditación por medio de los Kôan. En realidad lo que me gustaría explicar, además de dejar caer con suavidad algunas ideas sugerentes, es la dificultad que con frecuencia encontramos para expresar, lógicamente con palabras, ciertas ideas abstractas. El lenguaje, y por ende una parte esencial de nuestro pensamiento, tiene unos límites constatables que todos hemos de alguna forma comprobado.

En efecto, a la hora de remar contracorriente por el camino de nuestra consciencia hacia el origen de nuestro verdadero yo, es probable que nos encontremos con la sorpresa de que nos sentimos incapaces de expresar con eficacia el contenido de nuestra mente. En esto, la mitología y los escritos esotéricos han sido siempre un recurso de referencia, porque han conseguido establecer, por medio de la metáfora continuada, un conjunto de narraciones ilustradas con todo lujo de detalles, que permitieron plasmar una serie de ideas abstractas que de otra forma no se habrían podido comunicar. Sin embargo, encontrar la forma de comunicar un saber -es decir, un objeto del conocimiento- no implica que el receptor se convierta en sujeto de ese saber. Soy consciente de nuevo de que estoy tocando los límites de mi capacidad de expresión, así que de nuevo pido disculpas por la torpeza de mis recursos al respecto. De todas formas, me sirve bien el ejemplo para demostrar lo que quiero decir. A la hora de transmitir un conocimiento, por ejemplo la experiencia derivada de la práctica de la meditación, nos podemos encontrar con enormes dificultades. Máxime hoy en día, debido al uso cotidiano de sofisticadas herramientas de comunicación que nos habitúan a un discurso completamente diferente y atraen nuestra atención hacia cuestiones que, por decirlo de alguna forma, nos resultan bien lejanas y, por otra parte, muy concretas. En tiempos antiguos del Zen estas dificultades se resolvían sin mayores estridencias con métodos expeditivos, que hoy resultan totalmente desproporcionados.

Una escuela Zen, la Rinzai, la misma a la que pertenece mi maestro Pedro Vidal, ha ideado hace ya muchos siglos una metodología de meditación orientada a facilitar al discípulo su adecuada evolución. Esta metodología se basa en el uso de Kôan durante la meditación, y su finalidad es permitir a la persona que medita ir más allá de un pensamiento basado en la lógica del lenguaje verbal. La palabra es para muchas personas uno de los recursos más sofisticados a los que ha llegado el ser humano. El adecuado uso de las palabras sería por tanto la joya de la corona, el bien más preciado, tanto es así que muchos dedican su vida a ello directa o indirectamente. Quizás de alguna forma esto es cierto y todos participamos relativamente de la verdad que encierra esta idea. Ahora, por ejemplo, la palabra escrita nos permite mantener una comunicación, la mejor de la que soy capaz. Sin embargo también son evidentes las carencias, que se pueden entrever a través de las ideas que se han quedado en el tintero o de las lagunas que han quedado prendidas entre las palabras expresadas. Es cierto que leer y escribir entre líneas es todo un arte, y no debe ser tenido en poca cosa, ni mucho menos. Pero la grandeza de este arte resalta en negativo las propias carencias del lenguaje que utilizamos y de su expresión escrita, en este caso.

En este sentido, el lenguaje verbal llega a suponer un problema para la comunicación, ya que no hemos sido capaces, a través de las oportunidades que nos brinda su más avanzado uso, de alcanzar a expresar satisfactoriamente la abstracción de nuestros pensamientos, el contenido más abstracto de nuestra mente. Pero no sólo es un problema de comunicación, de transmisión de conocimiento, es también un problema de contenido del pensamiento. Estamos habituados a que nuestro pensamiento gravite primordialmente sobre contenidos verbales, de tal forma que muchas personas no conciben otra forma de pensar y transitan por la vida inmersos en esta limitación. Los Kôan pretenden dar una solución a este problema, desde el propio lenguaje verbal. Los Kôan llevan al meditador hasta los límites del uso del lenguaje a través del propio lenguaje verbal y, sobre todo, hasta los límites de la lógica que encierra el propio lenguaje verbal. Por lo tanto, le dotan de nuevos recursos que le permiten comprender ideas más abstractas que las que el lenguaje verbal puede expresar y, en definitiva, abrirse a otros contenidos de la mente. De nuevo llego a los límites de mi propia expresión y debo reconocer que quizás otras personas consigan comunicar este mensaje de forma más sencilla, lo cual para mí resulta de enorme dificultad. Sin embargo, aquellos que hayan meditado mediante Kôan y aquellos que lo vayan a hacer en algún momento, me comprenderán a poco indulgentes que sean.

Por último, me gustaría comentar una impresión que tenía sobre la meditación antes de que se me brindase la oportunidad de iniciarme en ella. Yo tenía la ilusión de que la meditación me permitiría alcanzar estados mentales superiores, tanto que incluso podría experimentar sensaciones como volar mentalmente y otras que por pudor no me atrevo a contar. Sin objetar nada al respecto, tengo que decir ahora que más bien lo que la meditación me brinda es la posibilidad de poner los pies en la tierra, es decir, de conocerme a mí mismo y de avanzar en la facultad de ver la realidad tal como es. Puede ser que éste no sea más que un paso intermedio en el camino, pero también puede ser que la meta esté en cualquiera de ellos.

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Santiago Díaz de Freijo

 

 

Santiago Díaz de Freijo (2010) Meditación Zen: Aterriza si puedes. Hipnológica, 3:19-21